El comentario de la portada

Llenando nuestras vidas de maravillas por Pierre-Marie Dumont

Esta obra fue realizada a finales del siglo XII para decorar el frontal del altar de una pequeña iglesia de montaña perdida al borde del Pirineo catalán (España), en San Andrés de Sagàs. El artista anónimo lo pintó al temple sobre una tabla de madera de cerezo. Para pintar al temple, el artista comenzó preparando sus pigmentos de diferentes colores en forma de polvos muy finos. Luego recubrió el soporte con varias capas de una especie de yeso. A continuación, «empapó» los pigmentos con agua en la cantidad deseada para su uso inmediato, añadiendo una sustancia aglutinante como el almidón. Tuvo que darse prisa en pintar y hacerlo con gran seguridad debido a la absorción inmediata del pigmento por la imprimación y su rápido secado; esta técnica no admitía superposiciones y arrepentimientos.

Esta Visitación data de finales del siglo XII, cuando el arte románico catalán, inicialmente influido por el estilo bizantino-lombardo, experimentó una evolución original que culminó, como vemos aquí, en la ingeniosa adopción de la «línea clara». Este lenguaje gráfico, necesario ya en el siglo XI para la creación de vidrieras colocadas sobre plomo, fue retomado y teorizado a mediados del siglo XX por Hergé, el genial autor de Tintín, para hacer frente a las limitaciones técnicas que planteaba en su momento la impresión de tiras cómicas en color. Este lenguaje asume que cada elemento está delimitado por una línea negra de espesor constante que forma una celda que recibirá un color determinado, sin degradados ni sombras. Es esta línea, esta línea clara, la que tendrá toda la responsabilidad no solo de dibujar los objetos y situarlos en un lugar inteligible, sino también de expresar los sentimientos y, finalmente, darles el significado, en este caso teológico, que el artista pretende conferir a la imagen publicada.

Vemos que aquí el artista ha cumplido sus especificaciones de manera sobreabundante, con una brillante economía de medios, llegando incluso a situar la escena en un decorado puramente gráfico para imponer la idea de que en todo momento y en todo lugar tiene una dimensión universal y escatológica; un significado que trasciende su historicidad anecdótica. El momento de la imagen es el canto del Magníficat. María e Isabel, mejilla con mejilla, ojo con ojo, manos abiertas hacia el Padre en un solo gesto de alabanza que perfila la paloma del Espíritu Santo, se convierten en un solo cuerpo y una sola alma en alabanza y acción de gracias. La cabeza de Isabel, como si estuviera agrandada por el contacto con la de María, atestigua que acaba de rendir homenaje a María, bendita entre todas las mujeres.

Que esta imagen desnuda de todo adorno nos inspire la santa humildad que nos permita creer en lo impensable: que el Padre quiere hacer maravillas en nuestras vidas según nuestra propia vocación. Y esto no difiere esencialmente de la manera en que realizó maravillas en la vida de la Santísima Virgen María, permitiéndola traer al mundo, por la acción del Espíritu Santo, el amor de Dios que es Jesús, el Hijo de Dios Salvador.

¿Cómo podría suceder esto en cada uno de nosotros? La pequeña Teresa había comenzado a desentrañar este gran misterio cuando dijo a Jesús, en forma de Magníficat: «Ah, Señor, porque quisiste concederme esta gracia hiciste un mandamiento nuevo. ¡Oh! Lo amo porque me da la seguridad de que es tu voluntad amar en mí a todos aquellos a quienes me mandas amar…» (Manuscrito C). A nosotros nos queda, desde el espíritu propio de la infancia, tomarnos la libertad de san Juan (cf. 1 Jn 4,12) para atrevernos a concluir: si nos amamos los unos a los otros como Jesús nos amó, en esta comunión del Espíritu Santo, Dios habita en nosotros y, en nosotros, su amor alcanza su perfección.

Pierre-Marie Dumont

• La Visitación (detalle del retablo de la iglesia de Sant Andreu, Sagàs), escuela española (último cuarto del siglo XII), Museo diocesano de Solsona, Lleida, España. © Bridgeman Images.